Así llegó la denuncia: como un dicho, como algo que se decía en la hacienda de Galindo, en las cercanías de San Juan del Río. Era enero de 1651, y ante el comisario del Tribunal del Santo Oficio, don Simón Núñez Bala, se presentaron dos hombres, españoles ambos. Uno, es el patrón, Baltasar López de Soria. Lo acompaña uno de sus empleados, Antonio de Vallejo. Don Baltasar quiere que Antonio le cuente al representante de la Inquisición lo que hará un par de semanas le narró a la hora de la comida: en las cercanías de la hacienda vive un hombre que, aparentemente, tiene pacto con el diablo, y que ese entendimiento con el demonio le permite metamorfosearse.
Núñez Bala les concede audiencia de inmediato, llama a su escribano y para bien la oreja: tal es la instrucción que tienen todos los comisarios del Santo Oficio. Estar atentos a todas las denuncias que llegan, pues, se sabe, las acechanzas del diablo son infinitas, y se manifiestan de las maneras más extrañas e insólitas. Pero hay que permanecer alerta para identificarlas, y prestar atención a cualquier cosa extraña que la gente de a pie encuentra en su camino diario. Son ellos los que están expuestos a las mañas del demonio y a las maniobras que, para apoderarse de sus almas, éste desarrolla con cuanto cómplice puede reclutar.
El joven Antonio de Vallejo comienza a hablar: es un muchacho de 19 años y trabaja como sirviente de Baltasar López de Soria. Refiere que hace un par de semanas, en nochebuena, estaba conversando con una mulata que también trabaja en la hacienda y que se llama Margarita de Ibarra. La muchacha le cuenta un chisme que le llevó otra persona: un mayordomo de la hacienda, llamado Juan Andrés tiene pacto con el diablo, y para más prueba, lo lleva tatuado en la espalda.
El comisario del Santo Oficio le pide detalles al muchacho. Antonio parece tener buena memoria, o por lo menos quedó impresionado por la narración de la mulata, quien también parece repetir una historia que se le ha quedado bien grabada: la persona fuente de aquella información, caminaba al lado del mayordomo Juan Andrés, cuando de repente les sale al paso un toro que brama. El informante de la mulata Margarita se asusta, y se hace a un lado. Juan Andrés, en cambio, se acerca a la bestia. De pronto, el informante “lo perdió de vista”. Y comienzan a pasar cosas raras. Juan Andrés desaparece por espacio de una hora, y al informante no se le ocurre mejor cosa quedarse ahí a la expectativa. Ante sus ojos aparecen “dos toros bramando”. El informante asume que el segundo toro es, nada menos, que el mayordomo Juan Andrés. El otro dato que escucha el joven Antonio sobre el mayordomo es que tiene tatuado al diablo en la espalda. Tal es la historia que le cuenta a su patrón, quien, después de dos semanas de andar con ese asunto cargando en la conciencia, decide que lo mejor es ir a contarle a la Inquisición, antes de que alguien más lo diga y ellos resulten envueltos en problemas por haberse enterado antes y no haber ido a denunciar, como es deber de los buenos cristianos.